Hace siete años, Nydia Elisa Monterrey temió por su vida.
“Seguimos vivos, pero escuchen como le tiran a la Iglesia… Están tirando a matar. ¡Al piso! Sólo escuchen como le tiran a la iglesia, ya no tienen piedad”, decía, entre penumbras, a la pantalla de su celular, desde debajo de una banca. Gracias a ella, miles de usuarios se enteraron a través de un Facebook Live que los cuerpos de seguridad del régimen de Daniel Ortega disparaban a matar contra un grupo de estudiantes universitarios refugiados en la Iglesia de la Divina Misericordia de Managua.
Era julio de 2018. Entonces Nydia tenía 24 años. Habían pasado cinco meses desde la represión de abril y los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAM) protagonizaban la resistencia contra el régimen. Desde ahí pedían la renuncia de la pareja presidencial.
“Tengan claro que aquí nos están matando sin piedad. Y si a ustedes no les causa empatía eso, ni solidaridad con los chavalos que nos están matando, entonces tienen que hacer una evaluación interna, porque aquí nos están tirando a matar. ¡Sin piedad! ¡Sin piedad!”, decía Nydia, horas antes de que ella y un grupo de sobrevivientes fueran atrapados al interior de aquella iglesia.

Ella es oriunda de Bluefields, en la costa Caribe de Nicaragua, pero se trasladó a Managua para estudiar la carrera de Psicología. En la capital vivía con sus dos hermanos. Pese a haber crecido “amando al sandinismo”, cuando observó la represión que inició el 18 de abril del 2018 decidió que no podía ser indiferente y comenzó a involucrarse con el movimiento de los estudiantes universitarios.
Nidia ya se había graduado como psicóloga cuando lo dejó todo para irse a curar heridos, organizar puestos médicos, “buscar alimentación para toda la gente que estaba ya atrincherada, en los espacios tomados por la ciudadanía en forma de protesta pacífica”.
También decidió grabar el día a día de la toma de la UNAM para transmitirlo vía streaming, a través de su cuenta en Facebook.
“Estuve 63 días en la UNAM. Ahí viví uno de los eventos más traumáticos de mi vida, que fue el 13 de julio cuando el gobierno dio la orden de ir con todo tras nosotros y dispararon con armamento de guerra hasta sacarnos del recinto universitario”, recuerda.

En aquella jornada, alrededor de 200 estudiantes lograron salvarse de las balas que lanzaban grupos paramilitares, los “francotiradores” y agentes de la Policía Nacional contra los refugiados en la iglesia. Dos no. Dos fallecieron ahí, junto a sus compañeros. Nydia vio morir a Francisco Flores y Gerald Vásquez. Con Gerald se habían hecho amigos en esas semanas de resistencia en la UNAM. Tenía 26 años y era estudiante de tercer año de Construcción. Recibió un disparo en la cabeza cuando intentaba lanzar un mortero con el que quería repeler el ataque.
Durante las 18 horas que duró el ataque Nydia grabó el asedio y lo transmitió al mundo.
“Eso fue lo único que sentí que era lo que podía aportar: hacer la denuncia pública, porque tenía compañeros que estaban allá en primera línea tratando de espantar, que no se acercaran tanto… usábamos morteros, una bomba artesanal que causa un estruendo, como una respuesta de resistencia… Todo eso fue dignidad, pura dignidad”, dice entre risas al comparar su defensa con el armamento del ejército nicaragüense.
Cuando finalmente pudieron salir, Nydia descubrió que sus videos habían sido replicados por noticieros internacionales, todos sus amigos le decían que su rostro estaba por todas partes. Y entonces tuvo miedo.
“Todos los días ves la noticia de que agarraron a tres con los que vos estuviste. Entonces, vos te sentís más cerca, que ya te van a agarrar. Toda persona que se había expuesto o mostrado como opositora al gobierno era perseguida”, señala al explicar el temor que la hacían sentir “las historias de terror que se oían de la gente que soltaban luego de días… con el cuerpo marcado, violaciones, abuso sexual…”.
Ella se escondió en varios lugares dentro del país hasta que su familia organizó su salida hacia Costa Rica por “vereda”. Ella y cinco jóvenes más, entre ellos su hermano de 18 años, partieron en un microbús hasta un camino de tierra donde a eso de las 5 de la tarde les indicaron que sólo debían caminar.
“No llorés, no llorés, porque si llorás los militares van a saber que algo está pasando. Usted va a trabajar… va a la finca de al lado a trabajar”, fue la sentencia de un hermano que dejó en Nicaragua antes de que ella y los otros comenzaran a caminar, caminar y caminar hasta llegar a suelo costarricense.
Nydia llegó a Costa Rica con una pequeña mochila, pocos cambios de ropa y un par de zapatos. Nada más.

“Migrar, huir, es un constante duelo”
En 2017, antes de la llamada “Operación Limpieza” del régimen de Ortega, que dejó más de 300 asesinatos en Nicaragua, en Costa Rica las cifras de refugio no llegaban a las 100. Ese 2018, se dispararon hasta las 23,063, según la Dirección General de Migración y Extranjería de Costa Rica
En el 2019 los nicaragüenses solicitando estatus de refugiado crecieron a 31,624, en 2020 fueron 94, 016 y en el 2021 llegaron a 52,929. Para el 2022, cuando Ortega encerró a los candidatos de la oposición, las solicitudes sumaron 80,028. Entre 2023 y 2024, se han reportado 28,469 y 23,444, respectivamente.
Entre enero y noviembre del 2024, 496,663 nicaragüenses ingresaron a Costa Rica, según el último informe de monitoreo del flujo circular migratorio de la Organización Internacional para las Migraciones, OIM.
Nydia entró en 2018 y desde entonces su vida cambió de manera radical.
En Nicaragua, ella se dedicaba a vender suplementos alimenticios y a dar terapias grupales a mujeres. Era un trabajo que “disfrutaba mucho porque ayudaba a las personas a alcanzar sus metas físicas y a obtener bienestar al ir mejorando su autoestima, autoconcepto y practicando nuevos hábitos”, explica.
Ahora, con 31 años, madre de un pequeño, se dedica a vender comida en un negocio que logró establecer en 2023. Pero llegar a ese punto no fue fácil. Desde el 2018 tuvo trabajos con largas jornadas y malos pagos. Limpió casas y también laboró en una floristería y con un grupo de personas que sacaban fotografías en bautizos.

En algunas ocasiones, ella y sus compañeros recibían ayuda de alguna organización para ajustar el dinero de la renta de una casa que pagaban entre todos y en la que dormían en el suelo, en colchones.
Después de pasar por varios trabajos, Nydia practicó otro ámbito que, dice, le apasiona: la comunicación. Entre julio del 2019 y junio de 2023 colaboró con dos medios nicaragüenses. Los dejó debido a que la represión seguía escalando en Nicaragua y se extendía a las familias de los perseguidos.
“Pasaron a capturar familiares de opositores o periodistas, así que sentí demasiado miedo por mi familia… El nivel de ansiedad con el que yo vivía era impresionante, yo tenía muchas pesadillas, yo no podía dormir”, dice.
Entonces decidió emprender junto a su pareja de entonces, uno de los jóvenes con los que huyó en el 2018 de Nicaragua y padre de su hijo. Con él sumó esfuerzos y ahorros para iniciar la venta de comida, en la cual puso en práctica lo que muchos años atrás aprendió en el restaurante que sus padres tuvieron durante 18 años en su natal Bluefields.
“Yo crecí en un ambiente de comida, entonces yo era muy buena cocinando”. El negocio comenzó con pequeños encargos de tacos nicas por Whatsapp y fue creciendo poco a poco en número y en variedad. El baho y el chancho con yuca se añadieron a la oferta.
La popularidad de sus comidas llevó a esta pareja a buscar un local y abrir un puesto de comida en septiembre de 2023. Así nació La Gigantona, cuyo nombre hace alusión a una tradición nicaragüense.
“Queríamos un nombre que cuando la gente lo viera se sintiera identificada, pero no que fuera la palabra Nicaragua como tal”, dice Nydia, quien resalta que su negocio busca promover desde otro rostro la cultura de su país.
En su restaurante cocina, atiende a los clientes, recoge las mesas, recibe los pedidos de servicios de entrega de comida y en los ratos más flojos, trabaja en la computadora en otros proyectos personales.

Hasta la fecha, Nydia no ha podido ejercer su carrera de psicóloga en este país.
En su huida, no tuvo tiempo para pensar en incluir su título universitario en la mochila.
Ella intentó homologar su título en Costa Rica, pero descubrió que, además del alto costo y el trámite burocrático, requería de papeles que sólo podía obtener en la universidad en la que estudió, la Universidad Centroamericana, confiscada por el régimen.
El exilio, afirma, es “un constante duelo… es tener que renunciar a algo que te costó casi seis años y tanto sacrificio de lograrlo, es aprender a lidiar con el hecho de que tus familiares allá se van a morir y no los vas a volver a ver”, dice.
“Ya han muerto familiares míos, tías, han muerto también amigos muy queridos, no los volviste a ver y no los vas a volver a ver”, se lamenta. “El lugar que te imaginas ya no existe, ya no es más”.

La única resistencia posible de las refugiadas
Para muchas nicaragüenses es difícil adaptarse a la vida en Costa Rica, cuya capital fue catalogada como la tercera ciudad más cara de Latinoamérica, según la Clasificación de Costo de Vida 2024 de la consultora Mercer. La mayoría -si no todos- alquilan casas o cuartos.
“La vida cambia… mi familia tenía casa en Bluefields”, señala Nydia al añadir que en Nicaragua rentaba con sus hermanos una casa por unos $200, mientras que en Costa Rica las rentas superan los $500.
“La renta aquí es carísima. Es renta y luego servicios básicos, la comida y el transporte, es caro por todos lados… Aquí es super difícil adaptarse, reinsertarse y volver a tener la calidad de vida a la que estabas acostumbrada. Cuesta muchísimo trabajo”, añade.
Buena parte de quienes visitan La Gigantona son nicaragüenses, exiliados como Nydia o miembros de la diáspora, pero también llegan muchos costarricenses. Su expareja, ahora su socio, también va y viene ayudándole con aspectos logísticos o relacionados con el cuido de su hijo. Ahora Nydia ha encontrado tiempo para recuperar dos de sus pasiones: la psicología y la comunicación.
Junto a una amiga periodista, también nicaragüense, Nydia lanzó recientemente un podcast llamado “Indómitos”, en el cual cuentan historias inspiradoras de gente ordinaria, tanto de Nicaragua como de Costa Rica.
“Son personas que están entre nosotros y nos pueden contar su testimonio de resiliencia, cómo han sido ingobernables ante los sistemas. Porque, para mí, ser migrante y poner un negocio es ser realmente indomable, es por eso que el podcast se llama Indómitos”, explica.
Claudia Vargas, oficial de programa de la Fundación Arias para la Paz, que apoya con proyectos relacionados al éxodo nicaragüense, explica que “esta migración que vino expulsada por culpa de la represión, tenía otro perfil diferente al de la migración que años atrás se venía dando de Nicaragua a Costa Rica, que era más del sector agricultura o de servicios domésticos”.

A Costa Rica vinieron “profesionales de la salud, médicos con especialidades, que habían salido a responder al llamado de los estudiantes porque no las admitían en hospitales… y un montón de gente profesional, miembros de organizaciones de la sociedad civil y profesionales en general que estaban indignados con lo que le estaba pasando a sus hijos y a los jóvenes y que se sumaron a apoyar también”, explica.
Vargas también es nicaragüense y llegó a Costa Rica en el 2018. Ella explica los profesionales que han intentado homologar sus títulos para integrarse al mercado laboral la tienen imposible. “No conozco ningún caso de éxito que lo haya logrado. Ninguna mujer lo ha logrado”.
El Consejo Nacional de Rectores (CONARE) responde que no maneja una estadística segregada, ya que la homologación de títulos no incluye una casilla que explique si el solicitante es un refugiado. Por ejemplo, tienen información de homologaciones por títulos obtenidos en otros países, pero esos datos pueden incluir a nacionales costarricenses que hayan obtenido grados en Nicaragua.
Ante la consulta sobre la existencia de algún convenio con miras a facilitar los procesos a los refugiados políticos, CONARE responde que hay un convenio con la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) y el Ministerio de Relaciones Exteriores costarricense, pero aún no se cuenta con el protocolo aprobado para ponerlo en marcha.

“La única manera de sobrevivir para los migrantes, en especial para las mujeres nicaragüenses, ha sido volver a lo que saben hacer… a la resistencia desde los conocimientos ancestrales, o sea, yo sé coser porque mi abuelita me enseñaba”, dice Vargas.
Algunas mujeres han obtenido ayudas de alguna de las decenas de organizaciones que existen en Costa Rica para dar apoyo al migrante nicaragüense y, así, “han podido conseguir algunos utensilios, por eso vas a encontrar a un montón de mujeres cocinando, porque cocinar es un saber ancestral, o sea, de una u otra forma alguna de nosotras estuvo sentada en la banca viendo como tu mamá o tu abuelita hacía comida”, añade.
Una experiencia similar fue la que vivió María, una mujer arquitecta, quien pidió no revelar su nombre real por temor a la persecución del régimen contra sus familiares en Nicaragua. Ella poseía su empresa constructora con la cual ejecutaba proyectos en y, afirma, tenía su vida resuelta con su esposo y sus hijos. Sin embargo, tuvo que abandonas su país de la noche a la mañana y migrar a Costa Rica al igual que miles de sus compatriotas.

El temor de esta mujer no es aislado. Muchos exiliados nicaragüenses, aunque estén lejos de su patria, aún temen a los tentáculos del régimen.
Al llegar a Costa Rica, ella tuvo la suerte de contar con familiares y un lugar donde quedarse los primeros días, pero pronto descubrió que no podría ejercer su profesión. “Le mandan a uno a hacer exámenes y, bueno, un montón de cosas, y piden incluso unos documentos que hay que ir a sacarlos allá y yo no puedo ir allá a mi país”, dice.
María tuvo que ser resiliente a sus 50 cincuenta años.
“Las mujeres nicaragüenses siempre nos hemos caracterizado por trabajar de lo que sea, cuando vine aquí yo vine a cuidar una adulta mayor”, dice. Ella ahora tiene un emprendimiento de manualidades que le permite solventar algunas necesidades. Sueña con que su emprendimiento crezca. “Si yo tuviera hijos pequeños que mantener, eso no da”, concluye.
Unión de sobrevivientes
En un parqueo ubicado en el centro de San José, junto a la Plaza de la Democracia, lugar que albergó innumerables protestas de nicaragüenses en el exilio desde el 2018, se celebra un domingo por mes la Feria Pinolera, una feria para promover los emprendimientos de decenas de mujeres nicaragüenses exiliadas desde el 2018.
El domingo 16 de febrero, uno de los negocios más concurridos fue uno en el que se vendían nacatamales, comida típica nicaragüense que se prepara con masa, carne, algunas verduras y arroz envueltas en hoja de plátano y cocidas en agua hirviendo.
Los vendía María René Mercado Velásquez, en su puesto Variedades La Concheña, en alusión a su lugar de origen: Concepción de Masaya. María René prepara comida junto a su madre, Sofía Velásquez y sus dos hijos.
Ellos llegaron a Costa Rica en julio del 2018. “Nos tuvimos que venir porque nuestra familia toda la vida fue de derecha, desde mis bisabuelos… siempre ha habido trabajo político en mi familia. Mis hermanos trabajaron mucho tiempo de fiscales en las elecciones para el PLC (Partido Liberal Constitucionalista), un partido contrario al del gobierno actual. Mi mamá trabajó para las alcaldías PLC”, detalla.

“Cuando comienza la rebelión de abril, mi familia decide apoyar las protestas y en nuestra casa se curaba a los heridos, porque en mi familia hay tres médicos… Entonces nuestra casa era casa base para los heridos de los enfrentamientos”.
Esta familia decidió huir cuando descubrió que el régimen Ortega-Murillo comenzó a perseguir a aquellos que formaron parte de las protestas o quienes les dieron cualquier tipo de ayuda a los manifestantes.
“Allá (en Nicaragua) nosotros vivíamos cómodamente. Sinceramente, teníamos una casa, teníamos una vida tranquila”, asegura María René, Ingeniera en Sistemas en Nicaragua que no ejercía su profesión porque se dedicó a la crianza de sus hijos y a cuidar a su papá, que en el 2018 tenía 80 años.
En el 2018, María René comenzó a trabajar limpiando las casas de las maestras de la escuela donde estudiaba su hija, pero al poco tiempo se quedó sólo en una casa de forma permanente hasta el 2020. “Luego empezó la pandemia y todo el mundo tenía miedo de tener gente en su casa por la paranoia. Entonces, ahí dije: ‘tengo que trabajar, no nos podemos morir de hambre, tengo tres boquitas que alimentar’”, narra.

Comenzaron a cocinar para vender y así nació Variedades La Concheña. Gracias a la venta ha logrado apoyar para que su hijo, becado, culmine sus estudios universitarios. Su hija, dice, “estudia flauta traversa y guitarra eléctrica”.
María René asegura que en los últimos seis meses su emprendimiento ha crecido mucho más y a este se une un servicio de catering service que también ha crecido. No obstante, cuando habla de Nicaragua surge la nostalgia.
“Nuestro país siempre va a ser nuestro país amado y al día de hoy todavía no siento que este sea mi hogar. No soy malagradecida porque gracias a este país pude salvar mi vida, pero todavía no lo siento en mi hogar. Espero que mi país algún día sea libre para poder regresar”, asegura.

“Aquí estoy, luchando”
En un cuarto de unos 12 metros cuadrados pintado de color morado oscuro y paredes adornadas con muñecos de peluche, Ligia (nombre ficticio) amasa con fuerza la masa del pan de coco que prepara para vender al día siguiente en la feria Pinolera, organizada por la Red de Mujeres Pinoleras, organización que agrupa a exiliadas nicaragüenses.
Mientras hace su pan, también fríe pollo en una plantilla de gas ubicada entre la mesa donde prepara su pan de coco y la cama donde por las noches duerme con su hija.
Esta mujer miskita vive en Pavas, un barrio populoso de la capital costarricense, en una edificación conocida como “cuartería”, una casa dividida en varios cuartos pequeños que se alquilan con baño, servicio sanitario y electrodomésticos de uso compartido.
Las cuarterías han sido por décadas la primera vivienda para muchos desplazados forzados, pero también una forma de vida permanente ante la falta de recursos para el alquiler de una casa propia. Y, a partir del 2018, se han convertido en la solución de vida para cientos de hombres y mujeres miskitas que huyen de la represión y buscan ayuda humanitaria en Costa Rica.

En Nicaragua, los indígenas miskitos viven en su mayoría en la Región Autónoma de la Costa Caribe Norte (RACCN), la Región Autónoma de la Costa Caribe Sur (RACCS) y, durante décadas, han sufrido por la persecución de sus tierras y el abandono estatal.
Masacres, violaciones y desplazamiento de sus tierras han formado parte de la historia reciente de esta etnia, que vio empeorar su situación a partir del 2018 con el crecimiento de concesiones de exploración y explotación minera en el Caribe.
La persecución y terror que han vivido por años se refleja en el miedo de Ligia a mostrar su rostro y a contar su historia personal, historia que se reserva para no comprometer a los miembros de su familia que se quedaron en su pueblo natal, Puerto Cabezas.
Con un tímido español que a veces mezcla con palabras miskitas, Ligia cuenta que cruzó hacia Costa Rica en el año 2017 con su esposo y sus dos hijos y, durante los primeros años, sentía tanto temor que vivía encerrada en su casa.
“La situación estaba muy delicada… sentía que mi vida corría peligro, corría peligro sí, y por esa misma razón yo decía que no podíamos quedar”, asegura.

Ligia dependía económicamente de su pareja, quien trabajaba en construcción, hasta que hace cuatro años se separaron y él se fue de Costa Rica. Con dos hijos más nacidos en este país, Ligia siguió algún tiempo encerrada en su casa, con depresión y temor porque no sabía cómo iba a alimentar a sus cuatro hijos.
Ella desde pequeña vendía pan que hacía su madre y luego desde joven trabajó en su pueblo limpiando casas. En Costa Rica, el idioma fue un obstáculo para salir a la calle a buscar trabajo, ya que -como la mayoría de miskitos que han migrado a Costa Rica- no hablaba español.
Sin embargo, Ligia afirma que su vida cambió cuando conoció a “Mama Tara”, como conocen entre la comunidad miskita a Susana Marley Cunningham, una maestra que llegó a Costa Rica en el año 2021 luego de sufrir persecución por su activismo a favor de las comunidades miskitas.
Por medio de Marley, Ligia se vinculó con el Centro de Derechos Sociales del Migrante (Cenderos), organización fundada en 1999 por mujeres migrantes nicaragüenses que dan apoyo a sus compatriotas en Costa Rica. Esta institución la ha apoyado con utensilios como un horno y cursos como manipulación de alimentos y atención al cliente.

Cenderos, entre el 2023 y el 2025, ha formado a 17 mujeres miskitas en procesos de empoderamiento económico fortaleciéndolas a nivel individual, facilitándoles materia prima y herramientas necesarias como cursos de manipulación de alimentos, explica Jilma Ruiz, facilitadora psicosocial de la organización.
En estos años, la entidad también ha llevado a cabo procesos de formación psicosocial, llamadas Tardes de Wabul, actividades en las cuales abordan distintas temáticas, en especial la de vivir libres de violencia, y en las cuales han participado ya 200 mujeres miskitas mayores de 18 años en las comunidades de Pavas, La Carpio y Alajuelita, donde se concentra esta población.
Aunque al principio, en las reuniones con Cenderos Ligia no hablaba porque no entendía el español, la motivación que recibió en esta organización le hizo aprender rápido el idioma y ahora, incluso, brinda acompañamiento a otras miskitas para servirles de traductora en citas médicas o cualquier tipo de trámite.
Esta madre de dos adolescentes y dos niños, quien obtuvo la residencia costarricense porque dos de sus hijos nacieron en este país, asegura que la vida aquí ha sido muy dura, primero por haber dejado atrás a sus hermanas, con las cuales era muy unida, y segundo, porque la forma de vida es muy distinta a la acostumbrada en su pueblo natal.
En Nicaragua, señala, eran pobres, pero nunca les faltaba qué comer y tenían casa propia.

“En mi solar, de ahí comíamos nuestro platanito, porque teníamos sembrado todo en el patio, comíamos de ahí y cerca había mar que sacaban pescado, no compramos, sacamos del mar y comíamos. ¡Era tan, tan feliz!”.
“Aquí, si usted no paga alquiler, te sacan afuera en la calle con sus cositas, con sus hijos. ¿Y dónde crees que voy a ir si no tengo familia?”, se lamenta.
En Costa Rica, la vulnerabilidad social para las desplazadas y desplazados nicaragüenses que provienen de sectores campesinos o indígenas es más profunda. Cientos padecen pobreza extrema, no tienen accesos a empleos, educación y salud.

Ligia, quien explica que lo que gana vendiendo comida como pan de coco, pan de tiquisque o “frito” (pollo frito con plátanos tostados) no es suficiente para salir con los gastos básicos.
En algunas ocasiones, no le alcanza para pagar el alquiler del cuarto, pero cuenta con la suerte -no muy usual- de que su casero le permite pagarle después. Además, algunos días en su casa sólo hacen uno o dos tiempos de comida porque no le alcanza el dinero, menos en el mes de febrero que comenzaron las clases y debió comprar útiles para sus hijos.
“Me quedé sin nada. Más bien ahorita me prestó una muchacha unos 15,000 pesitos (unos $30) para hacer esto”, dice en referencia al pan de coco y el pollo frito que cocina en su cuarto.
“Demasiado falta para salir adelante, sacar más plata. Hay que trabajar muy duro para que un día no nos falte nada. Pero poco a poco ahí vamos, en la lucha”, señala Ligia al afirmar que las capacitaciones que ha recibido “me hicieron reaccionar que sí se podía salir adelante como una mujer luchadora, guerrera. Y aquí estoy, luchando”.
Pronto espera iniciar un proyecto con el apoyo de Cenderos llamado Casa Miskita, un restaurante que dará trabajo a varias mujeres de esa etnia para vender su comida típica. Para arrancar, están esperando el permiso de funcionamiento del municipio y así comenzar un intento más de mejorar sus condiciones de vida.

Susana Marley Cunningham también forma parte de este proyecto de Casa Miskita. Esta líder miskita, conocida por todos como Mama Grande, llegó desplazada en diciembre del 2023 debido a la persecución que sufría porque por muchos años ha denunciado los atropellos contra los suyos.
Originaria de la comarca Cabo Gracias a Dios, ubicada en el municipio de Waspan, en la Región Autónoma del Caribe Norte, a sus 65 años esta mujer grande de hablar pausado debió huir de Nicaragua porque, asegura, ya no había estabilidad, descanso. Debió cambiarse de lugar de residencia muchas veces porque los militares siempre la amenazaban.
Al no poder recibir más la pensión que recibía en Nicaragua, que oscilaba entre 200 a 250 dólares, Mama Grande está buscando la manera de salir adelante vendiendo comida, ya que en la actualidad vive con ocho miembros de su familia entre hijos y nietos que dependen en su totalidad del salario de uno de sus hijos, que como empleado en una construcción gana 220 mil colones (unos $430).
Susana Marley es sobreviviente de la llamada Navidad Roja, un operativo ejecutado en diciembre de 1981 por el Ejército Popular Sandinista que destruyó las comunidades ubicadas sobre la ribera del Río Coco en el Caribe nicaragüense y trasladó de manera forzada a miles indígenas al sector de Tasba Pri. En el operativo fueron asesinados decenas de miskitos. Décadas después, en septiembre de 2024, el Grupo de Expertos en Derechos Humanos de Naciones Unidas emitió un informe que narra violencias y persecuciones contra estas comunidades. Entre marzo de 2018 y marzo de 2024 han ocurrido al menos 67 incidentes violentos que han dejado 161 víctimas de delitos como asesinatos, violaciones, lesiones y secuestros.

Mama Grande, quien desde su llegada a Costa Rica se estableció en La Carpio, una comunidad populosa de la capital donde se ubica gran parte de la diáspora nicaragüense, asegura que el gobierno de Nicaragua no respeta los derechos de los indígenas.
“Aunque están las leyes, ellos no respetan, más ahora que entregan todas nuestras tierras dándole grandes concesiones a los chinos, a los transnacionales, para explotar nuestros recursos naturales como bosque, marisco, pez, todo lo que se pesca en el mar se lo llevan… Ahora pues las concesiones que siguen dando a los chinos para explotar lo que son la minería”, afirma.
“Hasta los pajaritos se fueron, migraron a otro lado, de tanto despale que han hecho, desalmados, desgraciados”, se queja.
En videos transmitidos por redes sociales, esta líder miskita denunciaba desde Nicaragua estas situaciones, lo que le valió el incremento del acecho de los militares en su país.
“Nicaragua, costa atlántica, Caribe norte, Caribe sur, costa atlántica está secuestrado. Toda Nicaragua está secuestrado. Por eso que hay más gente saliendo de sus comunidades, porque los jóvenes son llevados a campos de entrenamiento… para apoyar este a los rusos, a los chinos, proteger al gobierno mismo, el dictador, por miedo la gente está saliendo a Costa Rica, a Panamá Guatemala, Honduras…”, dice.
“Con un nivel muy bajo de preparación, no pueden trabajar en oficina, sólo en construcción y las mujeres, la mayor parte en limpieza de casas, lavar ropa, planchar. A veces en el emprendimiento no nos va bien, no se puede vender todo, pero ahí estamos en una lucha terrible, una lucha de supervivencia con la esperanza de regresar muy pronto a Nicaragua, cuando sea libre”.